Angela. Londres.
En el mismo instante en que George abrió la puerta, supe que algo no iba bien.
Ya eran como las cinco de la tarde, a los dos se nos había ido el tiempo de las manos con todo el asunto de John, por no mencionar el reciente compromiso de cierto par de jovenes de ojos azules. Pero igual habíamos quedado para lección de guitarra, había optado por comenzar con eso cuando decidí que el canto no era lo mío. Con la práctica me estaba volviendo una buena intérprete, aunque mi habilidad no fuese un regalo divino.
Desde el principio sabía que las hermanas pequeñas de mi mejor amigo no asistirían ese día, sino que la pasarían en el hospital celebrando. Candy había abandonado las clases como hacía un mes, algo avergonzada. Aunque le parecía mejor que seguir inventándolo excusas a George. Él se lo había tomada bien. En fin, aquella tarde, solo estábamos nosotros dos.
Su aspecto era el mismo de siempre. El cabello castaño claro con algunos pocos centímetros de largo, gran estatura y ropa de estar en casa. Me había sonreído y dado un pequeño abrazo al llegar, como de costumbre. Pero algo en sus ojos color almendra… simplemente no tenían el brillo de siempre. La sonrisa lo iluminaba, y sin embargo no era feliz. Podía sentirlo.
Pero no quise intervenir. Si él se había esforzado en actuar normal era porque no quería contarme lo que le pasaba, o no podía hablar de ello. Decidí seguirle la corriente.
El interior, como de costumbre, estaba debidamente ordenado. Todo perfectamente limpio y en su lugar. El muchacho se dirigió a la cocina y regresó con una botella de vino. Lo miré sorprendida. Esto ya no era tan normal…
-¿Qué haces? –le pregunté en tono divertido acercándome a él. George no solía beber ni una gota de alcohol, sin antes comer. Viejos hábitos.
-¿Acaso no es obvio? –rebatió, modulando su voz como la mía. Luego me echó una mirada divertida.
-No me refiero el hecho de que sirvas dos copas de vino.–dije poniendo mis ojos en blanco- sólo no entiendo tu propósito. Tú no bebes. –le recordé.
Él se encogió de hombros. Se acercó a mí y me pasó uno de los recipientes de cristal. El líquido contenido en el interior era de un bordó intenso, y desprendía un aroma como a roble. Acerqué el borde a mis labios y di un pequeño sorbo, era verdaderamente delicioso.
-Sólo quiero festejar.–respondió al fin.–Además he tenido mucho entrenamiento con Mary.–noté que su rostro se ensombreció por una milésima de segundo al pronunciar su nombre, pero enseguida recuperó la compostura.–¡Por nuestros amigos! –dijo al levantar la copa, proponiendo un brindis. Yo enseguida acerqué la mía y las dos chocaron, el vino se movió en los recipientes cuando el cristal tintineó. Ante mi total aturdimiento, George se tomó la suya de un solo trago.
-Okey, ¿Sabes qué? –Comencé alterada, pero controlando mi voz- cuando entré noté que algo extraño pasaba, y deduje que no querías contármelo. Pero ahora demando que me lo digas. Es vino, Harrison, no agua.
El joven sólo soltó una carcajada.
-Estoy bien, de verdad. – aseguró.–te prometo que el vino no me emborracha, y tampoco tengo intensiones de hacerlo. –mi dirigió una mirada tan inocente que no pude más que creerle. Le di un sorbito a mi brebaje; delicioso.
-¿Acaso no vamos a tocar hoy? –pregunté, para cambiar el tema y la repentina atmósfera algo extraña que se había formado a nuestro alrededor.
-¡Claro que sí! De lo contrario no las llamaríamos clases de guitarra, ¿Verdad? – asentí más calmada y le di otro trago a mi copa. George ya se había servido nuevamente. – Pero antes deseo que nos relajemos un poco, Angie.
-Está bien. –accedí.
El castaño rumbeó sus pasos hacia el gran ventanal que dominaba la sala. Se quedó allí unos segundos en silencio, mientras apreciaba un hermoso atardecer, perfecto para un día tan feliz como el de hoy. Me acerqué hasta que quedamos uno al lado del otro.
-Qué hermoso. – comenté, sintiendo una agradable caricia en mi corazón. Amaba observar paisajes detenidamente.
Desde allí teníamos una fantástica vista del London Eye. La gigantesca noria rodaba lentamente con sus compartimentos llenos de personas. El metal blanco desprendía un poco de brillo y además estaba iluminado. A nuestros pies las calles serpenteaban cruzándose entre sí. Los autos se movían y las personas se veían como hormiguitas. En el horizonte, un sol anaranjado exquisito. Incluso sin que me cayera bien, me hubiera encantado tener a mano una de las increíbles cámaras de Olivia para captar el momento. Era simplemente encantador.
-¿Quieres un poco más? –ofreció George sacándome de mi ensoñación repentina. Miré sorprendida que nuestras copas ya se habían vaciado.
-Seguro. –respondí y le otorgué el recipiente. Él me sonrió y se dirigió a la cocina. Minuto más tarde volvía a mi lado.
-Te invitaría a la terraza – comenzó dubitativo- es increíble la vista panorámica que obtienes desde allí arriba. Pero a veces hay paparazis, y sé que no te gustan las fotos. Incluso suelen tomar algunas desde helicópteros. –suspiró.
Me compadecí de él automáticamente. Si había algo que no había logrado superar de la vida como Miranda Kane –aparte de Paul- eran los malditos paparazis. Siempre tenían que arruinarlo todo. Comencé a imaginarlos a mi alrededor, disparándome con sus flashes blancos, y sentí cómo la ira invadía mi cuerpo. Eran tan detestables. Me hervía la sangre al imaginármelos incordiando y acosando a mis amigos. No era justo.
-¿Angela? –llamó George. -¿Te encuentras bien?
Volví al presente. Inspiré una gran bocanada de aire y luego suspiré.
-Sí. –murmuré.
-Te habías puesto roja. –comentó con suma delicadeza.
-Lo siento, es que me distraje pensando en esas arpías. ¿De veras no puedes subir a la terraza?
El muchacho me sonrió, compasivo. No estaba muy segura si eran efectos secundarios del alcohol o qué, pero de repente ya no parecía que algo lo preocupara.
-Espérame aquí. –pidió.
Luego depositó su copa sobre la mesa ratona que teníamos cerca y desapareció tras una puerta de madera que yo sabía, conducía al cuarto de CD’s y videojuegos. Apuré mi copa y me dirigí a la cocina en busca de la botella. Tomé la suya y recargué ambas con los últimos sorbos del embriagador brebaje. Justo cuando retomaba mi posición, George apareció y se dirigió al equipo de música. Colocó un cd por la ranura y se volvió a mí con una sonrisa traviesa en sus labios.
Con mucho tacto me quitó de las manos las copas y luego me miró con su palma hacia arriba, pidiéndome un baile como todo un caballero. Solté una carcajada. Nunca me habían gustado esa clase de cursilerías, pero acepté de buen grado. Enseguida una música que no reconocí en un principio se escurrió por los parlantes. Él me observó divertido. Levantó ambas cejas.
Tapé mi boca con mis manos al darme cuenta de que estábamos escuchando “Johnny Be Good”. Comencé a aplaudir como una tonta y George se me unió. Luego me tomó las manos y ambos comenzamos a bailar el viejo rock n’ roll.
-¡Necesitabas relajarte! –gritó por encima de la música, la cual estaba altísima.
Yo asentí sin dejar de reírme. Creo que el alcohol ya estaba haciendo mella en mí, y a juzgar por los cachetes colorados del castaño, en él también. Luego de dos canciones más en las cuales no paramos de reír porque ninguno podía coordinar pasos en ese estado, me entró mucho calor. Así que me escabullí en la cocina, abrí su heladera y encontré dos botellas pequeñas de cerveza. No lo dudé ni por un segundo y los abrí. Regrese triunfante al salón y George me silbó emocionado. Le pasé uno y continuamos bailando y haciendo el ridículo.
Me la estaba pasando en grande. ¡Qué buen amigo tenía! Era como si supiese que necesitaba descontrolarme y liberarme de mis pensamientos por un rato. Entonces recordé su rostro cuando ingresé y lo extraño que se había comportado el día de hoy, pero ya era demasiado tarde como para lograr centrarme en algo. Lo dejé correr.
La canción cambió bruscamente y “Jailhouse Rock” comenzó a sonar. Solté un grito de júbilo mientras él se ponía a imitar el sonido de inicio con sus pies. Estallamos en carcajadas.
-¿Quieres una clase de canto? – gritó el chico. Y yo asentí notando la adrenalina de la canción verterse en mis venas. Ambos comenzamos a cantar a todo pulmón. Era una suerte que todo el piso le perteneciera. Yo incluso utilizaba mi botella vacía como un micrófono.
Y así, en medio del caos y la satisfacción. Con las hormonas revolucionadas y la mente totalmente nublada, me besó.
Las cosas sucedieron tan rápido que a penas tuve tiempo de reaccionar. En un abrir y cerrar de ojos, el había tomado mi cintura con sus fuertes manos y había arremetido directamente a mis labios. Horas después lamente no haberme hecho una bebedora experimentada cuando tuve la oportunidad y que ambos fuésemos tan poco aguantadores.
Pero en ese momento no podía pensar. Estaba demasiado borracha, y no me cabía duda que él también. El tierno de George, el bueno. ¡Daddy beatle! Ese muchacho besaba mi boca con una pasión desconocida. Casi con violencia. Al principio sucumbí. Entrelacé mis dedos tras su cabeza y le devolví el beso. Lo necesitaba. Requería sus labios con una ansiedad abrumadora. Hacía meses soñaba con este momento, incluso despierta. Me estremecía ante el contacto de nuestras pieles, cuando pasaba sus manos por toda mi espalda. Separé una de mis manos para sentir su barbilla suave, la forma de su mandíbula, la exquisita piel de Paul…
Instintivamente abrí mis ojos y no se toparon con el verde familiar que me hacía sentir en casa. Era como una pesadilla. Tuve un pequeño momento de lucidez y recordé donde estaba y con quién. No era Paul, era George. Estaba besando a George de una forma que… ¡El tenía novia! ¡Mary era de mis mejores amigas!
Me separé bruscamente y él me miró extrañado, casi ofendido.
-¡¿Qué demonios estás haciendo?! –le espeté. No podía reconocerle.
George me sostuvo la mirada unos segundos y luego la bajó. La tención que no le permitía moverse despareció de repente y cayó al suelo, desplomándose. Aunque estuviera mareada y muy enfadada con él, mi primera reacción fue inclinarme a ver cómo estaba.
Se había sentado, apoyando la cabeza en sus rodillas, sobre el suelo de madera y, para mi sorpresa, lloraba desconsoladamente. Jamás lo había visto así. Me acerqué con cautela y me senté a su lado. Intenté decirle algo y caí en la cuenta de que la música seguía demasiado alta. Me puse de pie y caminé como pude hasta el estéreo. Giré el gran botón del volumen hasta que el departamento quedó sumido en un abrumador silencio, sólo interrumpido por frenéticos sollozos de Harrison.
Regresé junto a él. Tomé sus hombros y lo arrastré hasta que apoyó su cabeza en mi regazo. Me doblé sobre él y le besé la nariz. Eso pareció sacarlo de su estado lagrimoso. Clavó sus ojos en mí.
-Me dejó, Angie. –dijo con voz entrecortada.
-¿Quién te dejó, George? –pregunté con suma ternura, o eso intenté. Después de todo, seguía borracha.
-Ella. Ella lo hizo. –intentó explicarse, pero al parecer no podía decir en voz alta el nombre de la persona. – Con esto. –dijo extrayendo el teléfono móvil del bolsillo delantero de sus pantalones.
–Intenté llamarla para que me explicara… no contesta. –se explicó, y de la nada, volvió a romper en lastimosos llantos.
Hice una mueca y tomé el aparato. Entré al registro de llamadas y vi un solo nombre extenderse hasta abajo de forma indefinida. No podía leerlo con claridad, pero supuse que se trataba de Mary.
-Shh. –lo tranquilicé. Y luego, como siguiendo ordenes de alguien más. Me puse a relatar todo lo que había sucedido con Paul.
Desde el mismo día en que lo había conocido hasta lo ocurrido hoy en el hospital, cuando intenté detestar el estar enamorada. A mitad de la narración tuve que irme corriendo al baño y vomitar en el inodoro. No pasaron ni cinco minutos que George se me unió e hizo lo mismo que yo, pero en el lavamanos, nuestro estado era deplorable. Una vez que las nauseas cesaron, continué hablando hasta perder el conocimiento. No sabía en qué momento exacto me había quedado dormida, pero recordaba que el castaño había roto en llanto otra vez, disculpándose de un modo exagerado por la estupidez que había cometido al besarme.
Desperté sintiéndome como si alguien hubiera utilizado mi cabeza para jugar un partido de basquetbol, o de fútbol, o de los dos al mismo tiempo. Me desperecé en la gran cama y me froté los ojos. Un momento… esta no era mi habitación.
Me entró el pánico y comencé a mirar hacia todos lados. En la mesita de luz que se hallaba a mi derecha, reposaba un portarretratos con una instantánea de la familia Harrison en París. Me senté de un golpe y me relajé al comprobar que nadie dormía conmigo. Observé mi cuerpo y suspiré al ver la misma ropa del día anterior. Apestaba a vómito y alcohol, pero al menos las circunstancias indicaban que no me había acostado con George.
Súbitamente recordé lo que había pasado la noche anterior y las mejillas se me ruborizaron. Me sentía tan odiosamente culpable. Mary jamás me perdonaría por esto. Entonces las palabras del muchacho retumbaron en mi cerebro “me dejó”. Consideré los eventos por un momento, poniendo todo mi esfuerzo en ignorar el molesto retumbe de mi cráneo y las cosas cobraron sentido. Ella lo había dejado, él se había deprimido y había terminado utilizándome para sentirse mejor.
Por extraño que fuese, no lo culpaba. Conociéndolo, sabía que él solito se sentiría tan mal que no consideraba necesario agregarle mi enfado. En teoría, no estaba haciendo nada malo. Ambos éramos solteros, y podríamos estar juntos si lo quisiésemos, pero no se sentía bien tratarlo como más que a un amigo. Al menos la experiencia me había servido para mostrarme una vez más lo enamorada que continuaba de Paul.
Supongo que sólo habíamos sido un par de corazones perdidos buscando consuelo, pero de todas formas no podía evitar sentirme culpable, como si estuviera traicionándolo.
Sacudí mi cabeza y abandoné la cómoda cama de George. Me dirigí al cuarto de baño y aproveché para lavarme la cara, los brazos y mojarme el cuello. Al final desistí. Me quité la ropa y me di una ducha. Volver a utilizar mis prendas sucias no me causaba mucha simpatía, pero no tenía otra opción.
Una vez limpia salí al pasillo. Atravesé la puerta que daba al living y lo encontré sentado en el sillón. Sostenía una taza de café entre sus manos y tenía la mirada fija en el ventanal. Su ceño fruncido.
-Buenos días- saludé, puesto que no me había oído entrar. Dio un respingo y giró para verme. Sus mejillas se coloraron inmediatamente. Sonreía al pensar que este chico sería adorable de por vida.
-Hola, Angie. –dijo. Me senté a su lado en el sillón y conté mentalmente hasta tres. –No sabes cuánto lo siento y lo arrepentido que estoy. Por no mencionar lo avergonzado. –comenzó con lo que yo sabía sería la disculpa más larga de la historia. – Te juro que no sabía lo que hacía. De pronto te confundí con Mary y yo… yo no…- No quise interrumpirlo porque sabía que para él esto era necesario, así que prefería que lo largara todo de una buena vez. – Estaba demasiado borracho. Sabes que te aprecio muchísimo, no querría perder tu amistad. No estoy diciendo que haberte besado sea una abominación, porque admito que besas muy bien y eres muy bonita, pero lo que quiero decir es que-
Se cortó a mitad de la frase y maldijo por quemarse con unas gotas de café que se derramaron en su pantalón. Se hallaba tan nervioso que ni siquiera era capaz de sostener la taza correctamente. Yo me largué a reír. Él me miró confundido.
-Te perdono, George. De veras. – le aseguré. Con eso su rostro se suavizó. – Sé cómo se siente perder a la persona que amas y creo que eso justifica cualquier acción estúpida que hagas después. Además también me siento fatal. Debo admitir que me imaginé a Paul. –agregué con inocencia.
De la nada, él me abrazó. Yo dejé que lo hiciera porque realmente necesitaba uno de esas muestras de cariño.
-Sigues con la misma ropa de ayer. – observó. – puedo prestarte una de mis camisetas si quieres. No te ofrezco pantalones porque no creo que te queden. –Reí y negué con la cabeza.
-¿Te imaginas la cara de mi padre si entro a casa con una camiseta de chico? –consulté, estremeciéndome interiormente a esa idea. – Por cierto, ¿qué hora es?
-Las tres de la tarde. –respondió el castaño. Me quedé incrédula.
-Me he pasado veintidós horas en tu casa. Guau. – murmuré, sorprendida. Después rogué que nadie se hubiera percatado de ello, especialmente la prensa.
-Si… - el silencio se instaló entre nosotros. - ¿Quieres una tasa de té o café?
-Claro. –acepté, de buen grado.
El chico se levantó para servirme. Lo notaba muy pensativo, aunque probablemente fuera el dolor de cabeza. Tenía un aspecto casi tan deplorable como el mío.
-Estuve pensando en lo que dijiste anoche… - comentó al volver. Yo lo observé sin entender. – sobre que necesitas un plan para recuperar a Paul. – explicó. Me ruboricé al recordar vagamente ese momento. Asentí para que continuase mientras le daba el primer sorbo a mi café.–Bueno, aparentemente, él se enojó contigo por mentirle ¿cierto?
-Cierto. –Corroboré.
-¿Qué hace una persona cuando arruina algo por mentir? –inquirió.
-¿Dice la verdad? –respondí, medio confundida.
-Exacto.
-Pero él ya lo sabe todo y ha decido no perdonarme. –dije con abatimiento.
-Angie, tú no le has mentido sólo a él. –me recordó.
Sopesé sus palabras por unos instantes. Era verdad. Al fingir mi muerte le había mentido a todo el mundo, literalmente. Lo miré a los ojos. Entonces supe su plan.
-¿Cómo? –consulté, con hilo de voz.
-En la boda de Sofi y Ringo. – contestó con gravedad.
Era el lugar perfecto si en realidad quería hacer esto. Inhalé y exhalé profundamente. George captó la duda en mis ojos.
-Si quieres mi opinión, sigo creyendo que lo mejor para ambos sería olvidarse de todo esto. No estás obligada a nada, Angela. No tienes por qué volver con él a menos que en verdad lo desees. –clavó sus ojos en los míos, tenía verdadera intención de guardar sus palabras en mi memoria- por otro lado, habiendo experimentado lo que sientes desde hace meses en carne propia, por… por Mary, comprendo que serías capaz de cualquier cosa. Y que no te sentirás plenamente feliz a menos que acaben juntos. –prosiguió. – Pero hay un montón en riesgo. Dudo que con esto Paul se resistiera, no obstante aún existe una pequeña posibilidad, y tú tendrías que soportar muchísimas situaciones horribles de allí en adelante. – consideró.
-Sería capaz de aguantar todos los suplicios con él a mi lado. –murmuré.
-¿Entiendes que es a todo o nada? –me preguntó, con delicadeza.
Asentí despacio. Continuaba algo aturdida pero veía la situación claramente. Sería una especia de misión suicida. Sin embargo, lo único que deseaba era su amor. De repente me pareció que era una idiota porque no se me había ocurrido antes. Sonreí, ganando confianza.
-¿Me ayudarás?
-Te daré todo el apoyo que necesites. – me aseguró. Le dirigí una mirada de gratitud.
-Correcto. –asentí. – Entonces... en la boda le diré a todo el planeta que Miranda Kane era una farsa, y que no está realmente muerta. –dije con certeza. – Y Paul tendrá que perdonarme.
-¿Estás segura? – volvió a preguntar el castaño.
-Completamente.
Enseguida una sensación de bienestar recorrió mi ser. Sabía que no sería nada fácil. Pero aún no había fecha de boda, así que tendría mucho tiempo. A juzgar por los gustos de Sofi, sería en invierno, lo que me dejaba con un rango de cuatro a seis meses.
Sonreí otra vez. Manos a la obra.
No pude comentar antes, lo siento, pero me encantó, te lo tengo escrito aquí que ¡ME ENCANTÓ! me puse algo o___O cuando se besaron fue la adrenalina xDD
ResponderEliminarBueno muchos saludos y sube pronto ^^