viernes, 25 de enero de 2013

Capítulo 65


Angela. Londres.


En el mismo instante en que George abrió la puerta, supe que algo no iba bien.

Ya eran como las cinco de la tarde, a los dos se nos había ido el tiempo de las manos con todo el asunto de John, por no mencionar el reciente compromiso de cierto par de jovenes de ojos azules. Pero igual habíamos quedado para lección de guitarra, había optado por comenzar con eso cuando decidí que el canto no era lo mío. Con la práctica me estaba volviendo una buena intérprete, aunque mi habilidad no fuese un regalo divino. 

Desde el principio sabía que las hermanas pequeñas de mi mejor amigo no asistirían ese día, sino que la pasarían en el hospital celebrando. Candy había abandonado las clases como hacía un mes, algo avergonzada. Aunque le parecía mejor que seguir inventándolo excusas a George. Él se lo había tomada bien. En fin, aquella tarde, solo estábamos nosotros dos.

Su aspecto era el mismo de siempre. El cabello castaño claro con algunos pocos centímetros de largo, gran estatura y ropa de estar en casa. Me había sonreído y dado un pequeño abrazo al llegar, como de costumbre. Pero algo en sus ojos color almendra… simplemente no tenían el brillo de siempre. La sonrisa lo iluminaba, y sin embargo no era feliz. Podía sentirlo. 
Pero no quise intervenir. Si él se había esforzado en actuar normal era porque no quería contarme lo que le pasaba, o  no podía hablar de ello. Decidí seguirle la corriente.

El interior, como de costumbre, estaba debidamente ordenado. Todo perfectamente limpio y en su lugar. El muchacho se dirigió a la cocina y regresó con una botella de vino. Lo miré sorprendida. Esto ya no era tan normal…

-¿Qué haces? –le pregunté en tono divertido acercándome a él. George no solía beber ni una gota de alcohol, sin antes comer. Viejos hábitos.

-¿Acaso no es obvio? –rebatió, modulando su voz como la mía. Luego me echó una mirada divertida.  

-No me refiero el hecho de que sirvas dos copas de vino.–dije poniendo mis ojos en blanco- sólo no entiendo tu propósito. Tú no bebes. –le recordé.

 Él se encogió de hombros. Se acercó a mí y me pasó uno de los recipientes de cristal. El líquido contenido en el interior era de un bordó intenso, y desprendía un aroma como a roble. Acerqué el borde a mis labios y di un pequeño sorbo, era verdaderamente delicioso.

-Sólo quiero festejar.–respondió al fin.–Además he tenido mucho entrenamiento con Mary.–noté que su rostro se ensombreció por una milésima de segundo al pronunciar su nombre, pero enseguida recuperó la compostura.–¡Por nuestros amigos! –dijo al levantar la copa, proponiendo un brindis. Yo enseguida acerqué la mía y las dos chocaron, el vino se movió en los recipientes cuando el cristal tintineó.  Ante mi total aturdimiento, George se tomó la suya de un solo trago.

-Okey, ¿Sabes qué? –Comencé  alterada, pero controlando mi voz- cuando entré noté que algo extraño pasaba, y deduje que no querías contármelo. Pero ahora demando que me lo digas. Es vino, Harrison, no agua.  

El joven sólo soltó una carcajada.

-Estoy bien, de verdad. – aseguró.–te prometo que el vino no me emborracha, y tampoco tengo intensiones de hacerlo. –mi dirigió una mirada tan inocente que no pude más que creerle. Le di un sorbito a mi brebaje; delicioso.  

-¿Acaso no vamos a tocar hoy? –pregunté, para cambiar el tema y la repentina atmósfera algo extraña que se había formado a nuestro alrededor.

-¡Claro que sí! De lo contrario no las llamaríamos clases de guitarra, ¿Verdad? – asentí más calmada y le di otro trago a mi copa. George ya se había servido nuevamente. – Pero antes deseo que nos relajemos un poco, Angie.  

-Está bien. –accedí.

El castaño rumbeó sus pasos hacia el gran ventanal que dominaba la sala. Se quedó allí unos segundos en silencio, mientras apreciaba un hermoso atardecer, perfecto para un día tan feliz como el de hoy. Me acerqué hasta que quedamos uno al lado del otro.

-Qué hermoso. – comenté, sintiendo una agradable caricia en mi corazón. Amaba observar paisajes detenidamente.

Desde allí teníamos una fantástica vista del London Eye. La gigantesca noria rodaba lentamente con sus compartimentos llenos de personas. El metal blanco desprendía un poco de brillo y además estaba iluminado. A nuestros pies  las calles serpenteaban cruzándose entre sí. Los autos se movían y las personas se veían como hormiguitas. En el horizonte, un sol anaranjado exquisito. Incluso sin que me cayera bien, me hubiera encantado tener a mano una de las increíbles cámaras de Olivia para captar el momento. Era simplemente encantador.

-¿Quieres un poco más? –ofreció George sacándome de mi ensoñación repentina. Miré sorprendida que nuestras copas ya se habían vaciado.

-Seguro. –respondí y le otorgué el recipiente. Él me sonrió y se dirigió a la cocina. Minuto más tarde volvía a mi lado.

-Te invitaría a la terraza – comenzó dubitativo- es increíble la vista panorámica que obtienes desde allí arriba. Pero a veces hay paparazis, y sé que no te gustan las fotos. Incluso suelen tomar algunas desde helicópteros. –suspiró.

Me compadecí de él automáticamente. Si había algo que no había logrado superar de la vida como Miranda Kane –aparte de Paul- eran los malditos paparazis. Siempre tenían que arruinarlo todo. Comencé a imaginarlos a mi alrededor, disparándome con sus flashes blancos, y sentí cómo la ira invadía mi cuerpo. Eran tan detestables. Me hervía la sangre al imaginármelos incordiando y acosando a mis amigos. No era justo.

-¿Angela? –llamó George. -¿Te encuentras bien?

Volví al presente. Inspiré una gran bocanada de aire y luego suspiré.

-Sí. –murmuré.

-Te habías puesto roja. –comentó con suma delicadeza.

-Lo siento, es que me distraje pensando en esas arpías. ¿De veras no puedes subir a la terraza? 

El muchacho me sonrió, compasivo. No estaba muy segura si eran efectos secundarios del alcohol o qué, pero de repente ya no parecía que algo lo preocupara.

-Espérame aquí. –pidió.

Luego depositó su copa sobre la mesa ratona que teníamos cerca y desapareció  tras una puerta de madera que yo sabía, conducía al cuarto de CD’s y videojuegos. Apuré mi copa y me dirigí a la cocina en busca de la botella. Tomé la suya y recargué ambas con los últimos sorbos del embriagador brebaje.  Justo cuando retomaba mi posición, George apareció y se dirigió al equipo de música. Colocó un cd por la ranura y se volvió a mí con una sonrisa traviesa en sus labios.
Con mucho tacto me quitó de las manos las copas y luego me miró con su palma hacia arriba, pidiéndome un baile como todo un caballero. Solté una carcajada. Nunca me habían gustado esa clase de cursilerías, pero acepté de buen grado. Enseguida una música que no reconocí en un principio se escurrió por los parlantes. Él me observó divertido. Levantó ambas cejas.

Tapé mi boca con mis manos al darme cuenta de que estábamos escuchando “Johnny Be Good”. Comencé a aplaudir como una tonta y George se me unió. Luego me tomó las manos y ambos comenzamos a bailar el viejo rock n’ roll.

-¡Necesitabas relajarte! –gritó por encima de la música, la cual estaba altísima.

Yo asentí sin dejar de reírme. Creo que el alcohol ya estaba haciendo mella en mí, y a juzgar por los cachetes colorados del castaño, en él también. Luego de dos canciones más en las cuales no paramos de reír porque ninguno podía coordinar pasos en ese estado, me entró mucho calor. Así que me escabullí en la cocina, abrí su heladera y encontré dos botellas pequeñas de cerveza. No lo dudé ni por un segundo y los abrí. Regrese triunfante al salón y George me silbó emocionado. Le pasé uno y continuamos bailando y haciendo el ridículo.

Me la estaba pasando en grande. ¡Qué buen amigo tenía! Era como si supiese que necesitaba descontrolarme y liberarme de mis pensamientos por un rato. Entonces recordé su rostro cuando ingresé y lo extraño que se había comportado el día de hoy, pero ya era demasiado tarde como para lograr centrarme en algo. Lo dejé correr.  

La canción cambió bruscamente y “Jailhouse Rock” comenzó a sonar. Solté un grito de júbilo mientras él se ponía a imitar el sonido de inicio con sus pies. Estallamos en carcajadas.

-¿Quieres una clase de canto? – gritó el chico. Y yo asentí notando la adrenalina de la canción verterse en mis venas. Ambos comenzamos a cantar a todo pulmón. Era una suerte que todo el piso le perteneciera. Yo incluso utilizaba mi botella vacía como un micrófono.

Y así, en medio del caos y la satisfacción. Con las hormonas revolucionadas y la mente totalmente nublada, me besó.    

Las cosas sucedieron tan rápido que a penas tuve tiempo de reaccionar.  En un abrir y cerrar de ojos, el había tomado mi cintura  con sus fuertes manos y había arremetido directamente a mis labios. Horas después lamente no haberme hecho una bebedora experimentada cuando tuve la oportunidad y que ambos fuésemos tan poco aguantadores. 

Pero en ese momento no podía pensar. Estaba demasiado borracha, y no me cabía duda que él también. El tierno de George, el bueno. ¡Daddy beatle! Ese muchacho besaba mi boca con una pasión desconocida. Casi con violencia. Al principio sucumbí. Entrelacé mis dedos tras su cabeza y le devolví el beso. Lo necesitaba. Requería sus labios con una ansiedad abrumadora. Hacía meses soñaba con este momento, incluso despierta. Me estremecía ante el contacto de nuestras pieles, cuando pasaba sus manos por toda mi espalda. Separé una de mis manos para sentir su barbilla suave, la forma de su mandíbula, la exquisita piel de Paul…

Instintivamente abrí mis ojos y no se toparon con el verde familiar que me hacía sentir en casa. Era como una pesadilla. Tuve un pequeño momento de lucidez y recordé donde estaba y con quién. No era Paul, era George. Estaba besando a George de una forma que… ¡El tenía novia! ¡Mary era de mis mejores amigas!  

Me separé bruscamente y él me miró extrañado, casi ofendido.

-¡¿Qué demonios estás haciendo?! –le espeté. No podía reconocerle.

George me sostuvo la mirada unos segundos y luego la bajó. La tención que no le permitía moverse despareció de repente y cayó al suelo, desplomándose. Aunque estuviera mareada y muy enfadada con él, mi primera reacción fue inclinarme a ver cómo estaba.

Se había sentado, apoyando la cabeza en sus rodillas, sobre el suelo de madera y, para mi sorpresa, lloraba desconsoladamente. Jamás lo había visto así. Me acerqué con cautela y me senté a su lado. Intenté decirle algo y caí en la cuenta de que la música seguía demasiado alta. Me puse de pie y caminé como pude hasta el estéreo. Giré el gran botón del volumen hasta que el departamento quedó sumido en un abrumador silencio, sólo interrumpido por frenéticos sollozos de Harrison.

Regresé junto a él. Tomé sus hombros y lo arrastré hasta que apoyó su cabeza en mi regazo. Me doblé sobre él y le besé la nariz. Eso pareció sacarlo de su estado lagrimoso. Clavó sus ojos en mí.

-Me dejó, Angie.  –dijo con voz entrecortada.

-¿Quién te dejó, George? –pregunté con suma ternura, o eso intenté. Después de todo, seguía borracha. 

-Ella. Ella lo hizo. –intentó explicarse, pero al parecer no podía decir en voz alta el nombre de la persona. – Con esto. –dijo extrayendo el teléfono móvil del bolsillo delantero de sus pantalones. 

–Intenté llamarla para que me explicara… no contesta. –se explicó, y de la nada, volvió a romper en lastimosos llantos.

Hice una mueca y tomé el aparato. Entré al registro de llamadas y vi un solo nombre extenderse hasta abajo de forma indefinida. No podía leerlo con claridad, pero supuse que se trataba de Mary.   

-Shh. –lo tranquilicé. Y luego, como siguiendo ordenes de alguien más. Me puse a relatar todo lo que había sucedido con Paul.

Desde el mismo día en que lo había conocido hasta lo ocurrido hoy en el hospital, cuando intenté detestar el estar enamorada. A mitad de la narración tuve que irme corriendo al baño y vomitar en el inodoro. No pasaron ni cinco minutos que George se me unió e hizo lo mismo que yo, pero en el lavamanos, nuestro estado era deplorable. Una vez que las nauseas cesaron, continué hablando hasta perder el conocimiento. No sabía en qué momento exacto me había quedado dormida, pero recordaba que el castaño había roto en llanto otra vez, disculpándose de un modo exagerado por la estupidez que había cometido al besarme.  


Desperté sintiéndome como si alguien hubiera utilizado mi cabeza para jugar un partido de basquetbol, o de fútbol, o de los dos al mismo tiempo. Me desperecé en la gran cama y me froté los ojos. Un momento… esta no era mi habitación.

Me entró el pánico y comencé a mirar hacia todos lados. En la mesita de luz que se hallaba a mi derecha, reposaba un portarretratos con una instantánea de la familia Harrison en París. Me senté de un golpe y me relajé al comprobar que nadie dormía conmigo. Observé mi cuerpo y suspiré al ver la misma ropa del día anterior. Apestaba a vómito y alcohol, pero al menos las circunstancias indicaban que no me había acostado con George.

Súbitamente recordé lo que había pasado la noche anterior y las mejillas se me ruborizaron. Me sentía tan odiosamente culpable. Mary jamás me perdonaría por esto. Entonces las palabras del muchacho retumbaron en mi cerebro “me dejó”. Consideré los eventos por un momento, poniendo todo mi esfuerzo en ignorar el molesto retumbe de mi cráneo y las cosas cobraron sentido. Ella lo había dejado, él se había deprimido y había terminado utilizándome para sentirse mejor.

Por extraño que fuese, no lo culpaba. Conociéndolo, sabía que él solito se sentiría tan mal que no consideraba necesario agregarle mi enfado. En teoría, no estaba haciendo nada malo. Ambos éramos solteros, y podríamos estar juntos si lo quisiésemos, pero no se sentía bien tratarlo como más que a un amigo. Al menos la experiencia me había servido para mostrarme una vez más lo enamorada que continuaba de Paul.

Supongo que sólo habíamos sido un par de corazones perdidos buscando consuelo, pero de todas formas no podía evitar sentirme culpable, como si estuviera traicionándolo.

Sacudí mi cabeza y abandoné la cómoda cama de George. Me dirigí al cuarto de baño y aproveché para lavarme la cara, los brazos y mojarme el cuello. Al final desistí. Me quité la ropa y me di una ducha. Volver a utilizar mis prendas sucias no me causaba mucha simpatía, pero no tenía otra opción.

Una vez limpia salí al pasillo. Atravesé la puerta que daba al living y lo encontré sentado en el sillón. Sostenía una taza de café entre sus manos y tenía la mirada fija en el ventanal. Su ceño fruncido.

-Buenos días- saludé, puesto que no me había oído entrar. Dio un respingo y giró para verme. Sus mejillas se coloraron inmediatamente. Sonreía al pensar que este chico sería adorable de por vida.

-Hola, Angie. –dijo. Me senté a su lado en el sillón y conté mentalmente hasta tres. –No sabes cuánto lo siento y lo arrepentido que estoy. Por no mencionar lo avergonzado. –comenzó con lo que yo sabía sería la disculpa más larga de la historia. – Te juro que no sabía lo que hacía. De pronto te confundí con Mary y yo… yo no…- No quise interrumpirlo porque sabía que para él esto era necesario, así que prefería que lo largara todo de una buena vez. – Estaba demasiado borracho. Sabes que te aprecio muchísimo, no querría perder tu amistad. No estoy diciendo que haberte besado sea una abominación, porque admito que besas muy bien y eres muy bonita, pero lo que quiero decir es que-

Se cortó a mitad de la frase y maldijo por quemarse con unas gotas de café que se derramaron en su pantalón. Se hallaba tan nervioso que ni siquiera era capaz de sostener la taza correctamente. Yo me largué a reír. Él me miró confundido.

-Te perdono, George. De veras. – le aseguré. Con eso su rostro se suavizó. – Sé cómo se siente perder a la persona que amas y creo que eso justifica cualquier acción estúpida que hagas después. Además también me siento fatal. Debo admitir que me imaginé a Paul. –agregué con inocencia.

De la nada, él me abrazó. Yo dejé que lo hiciera porque realmente necesitaba uno de esas muestras de cariño.

-Sigues con la misma ropa de ayer. – observó. – puedo prestarte una de mis camisetas si quieres. No te ofrezco pantalones porque no creo que te queden. –Reí y negué con la cabeza.

-¿Te imaginas la cara de mi padre si entro a casa con una camiseta de chico? –consulté, estremeciéndome interiormente a esa idea. – Por cierto, ¿qué hora es?

-Las tres de la tarde. –respondió el castaño. Me quedé incrédula.

-Me he pasado veintidós horas en tu casa. Guau. – murmuré, sorprendida. Después rogué que nadie se hubiera percatado de ello, especialmente la prensa.

-Si… - el silencio se instaló entre nosotros. - ¿Quieres una tasa de té o café?

-Claro. –acepté, de buen grado.

El chico se levantó para servirme. Lo notaba muy pensativo, aunque probablemente fuera el dolor de cabeza. Tenía un aspecto casi tan deplorable como el mío.

-Estuve pensando en lo que dijiste anoche… - comentó al volver. Yo lo observé sin entender. – sobre que necesitas un plan para recuperar a Paul. – explicó. Me ruboricé al recordar vagamente ese momento. Asentí para que continuase mientras le daba el primer sorbo a mi café.–Bueno, aparentemente, él se enojó contigo por mentirle ¿cierto?

-Cierto. –Corroboré.

-¿Qué hace una persona cuando arruina algo por mentir? –inquirió.

-¿Dice la verdad? –respondí, medio confundida.

-Exacto.

-Pero él ya lo sabe todo y ha decido no perdonarme. –dije con abatimiento.

-Angie, tú no le has mentido sólo a él. –me recordó.

Sopesé sus palabras por unos instantes. Era verdad. Al fingir mi muerte le había mentido a todo el mundo, literalmente. Lo miré a los ojos. Entonces supe su plan.

-¿Cómo? –consulté, con hilo de voz.

-En la boda de Sofi y Ringo. – contestó con gravedad.

Era el lugar perfecto si en realidad quería hacer esto. Inhalé y exhalé profundamente. George captó la duda en mis ojos.

-Si quieres mi opinión, sigo creyendo que lo mejor para ambos sería olvidarse de todo esto. No estás obligada a nada, Angela. No tienes por qué volver con él a menos que en verdad lo desees. –clavó sus ojos en los míos, tenía verdadera intención de guardar sus palabras en mi memoria- por otro lado, habiendo experimentado lo que sientes desde hace meses en carne propia, por… por Mary, comprendo que serías capaz de cualquier cosa. Y que no te sentirás plenamente feliz a menos que acaben juntos. –prosiguió. – Pero hay un montón en riesgo. Dudo que con esto Paul se resistiera, no obstante aún existe una pequeña posibilidad, y tú tendrías que soportar muchísimas situaciones horribles de allí en adelante. – consideró.

-Sería capaz de aguantar todos los suplicios con él a mi lado. –murmuré.

-¿Entiendes que es a todo o nada? –me preguntó, con delicadeza.

Asentí despacio. Continuaba algo aturdida pero veía la situación claramente. Sería una especia de misión suicida. Sin embargo, lo único que deseaba era su amor. De repente me pareció que era una idiota porque no se me había ocurrido antes.   Sonreí, ganando confianza.

-¿Me ayudarás?

-Te daré todo el apoyo que necesites. – me aseguró. Le dirigí una mirada de gratitud.

-Correcto. –asentí. – Entonces... en la boda le diré a todo el planeta que Miranda Kane era una farsa, y que no está realmente muerta. –dije con certeza. – Y Paul tendrá que perdonarme.

-¿Estás segura? – volvió a preguntar el castaño.

-Completamente.

Enseguida una sensación de bienestar recorrió mi ser. Sabía que no sería nada fácil. Pero aún no había fecha de boda, así que tendría mucho tiempo. A juzgar por los gustos de Sofi, sería en invierno, lo que me dejaba con un rango de cuatro a seis meses.

Sonreí otra vez. Manos a la obra. 


martes, 15 de enero de 2013

Capítulo 64


Angela. Londres.


Terminé el último sorbo de mi té y deposité la taza vacía sobre el plato con un poco más de fuerza que la debida.
-Lo siento, Ray. – me disculpé, aunque por fortuna no había llegado a romper la porcelana.
-Descuida, sé que estás nerviosa por el joven Lennon. – me consoló. Yo reí.
- Me hace gracia que lo llames así. – comenté, últimamente le gustaba nombrarlo de esa forma. – suena como alguien de la realeza. 
-Ciertamente podríamos decir que es casi un Rey – rebatió ella- mira todos los súbditos que tiene –agregó en un susurro señalando disimuladamente hacia la ventana. Del otro lado del cristal cientos de fans aguardaban por saber de su ídolo. Reí aún más fuerte y la señora lo hizo conmigo.
-¿Te sientes mejor? – preguntó, dedicándome una cálida sonrisa.
-La verdad es que no. – confesé. – Me encuentro demasiado alterada por él.
-Eso puedo creértelo. Es la tercera taza de tilo que te bebes en media hora. – me censuró. – Si yo fuera tú estaría prácticamente dormida tarareando la letra de “Love me tender”. – le sonreí cómplice. Al parecer el té de hierbas tenía un efecto contrario en mí que en el resto de las personas.
-¿Cuánto falta? – volví a consultar.
-Menos. – fue la enigmática respuesta. Puse mis ojos en blanco y comencé a tamborilear mis dedos sobre la superficie del mostrador. Raina rió ante mi impaciencia. – Sabes que el momento en que John se levantará ocurrirá exactamente a las diez de la mañana, como hace meses que está previsto. – me recordó. – recién son las ocho y media, Angela.
-Tienes razón, debo calmarme. –coincidí al fin, largando un suspiro, e inmediatamente me puse de pie. La morena me miró extrañada. – Gracias por el té, Ray, estaba delicioso. Ahora, si me permites, voy a hacer una llamada.
-Adelante. –murmuró. Y corrió un poco su silla para que pudiese pasar y salir del recibidor.
Le sonreí y saqué mi teléfono del bolsillo delantero de mi camisa. Avancé unos cuantos pasos, hasta encontrarme en un pasillo desierto, donde no se escuchaba la actividad del hospital. Busqué entre mis contactos y apreté el botón verde. Luego de tres tonos, su voz gruesa y característica me atendió.
-Buenos días, Angie. –saludó George, aparentemente de buen humor.
-¡Hola!  ¿Cómo has estado? – respondí.
-Muy bien, ¿Y tu?
-Genial.
-¿Pasó algo con nuestra reunión de la tarde? –dijo refiriéndose  a la lección de guitarra que teníamos programada para hoy, era sábado.
-¿Qué? – pregunté confundida. – No, no es eso. Sabes que jamás te cancelaría. –agregué. – Te llamaba para averiguar si vendrías al hospital para ver a John, ya sabes, como hoy es el gran día.
-Oh, sí. Espera, ¿No era a las diez? ¿Acaso estoy llegando tarde? –se alarmó. Lo oí separase un poco del teléfono y discutir con alguien. 
-¡No!, es decir, no. –me corregí bajando el tono de mi voz. – Sólo tenía curiosidad… -dije, pronunciando las primeras palabras que acudieron a mi mente. Entonces George soltó una pequeña risa.
-Te estás muriendo de los nervios. ¿A que sí? - insinuó con un tono acusador.
-Claro que no. –mentí. No sé por qué no admitía la verdad y listo. Supongo que no quería darle tanta importancia al tema de Johny para que no resultase grave en mi cabeza. Al final,  él había terminado contagiándome sus miedos, sólo que esa parte no la sabía. 
-Angie … - insistió el castaño.
-¡Está bien! Ya casi no me quedan uñas en las manos y me tomé tres tazas de un té calmante que no sirvió para nada. ¿Contento? – le espeté.  - ¿Podrías venir y relajarme? –rogué al final. George volvió a reír.
-Voy para allá. – dijo, y volvió a alejarse del teléfono para intercambiar unas palabras con alguien.
-¿Con quién hablas? – curioseé.
-El conductor. Estaba por tomar un paseo ya que no tenía nada más para hacer, pero dado las circunstancias…
-No digas, eso. Me haces sentir culpable. – lo regañé.
-Sí es tu culpa. – afirmó.
-¡Harrison! –lo oí que se carcajeaba en el teléfono.
-Ya, sabes que no me molesta en lo más mínimo, para eso están los amigos, Angela. –Le dediqué una sonrisa aunque no pudiera verme.
-Gracias. – dije, y corté la llamada.
No sabía dónde se encontraba exactamente, pero supuse que tardaría un rato en llegar. Sobretodo para ingresar al edificio. Conociéndolo, se pasaría al menos quince minutos en las puertas firmando autógrafos y sacándose fotografías con los fans. Suspiré y llevé mis manos a mi cabeza. Retrocedí unos pasos hasta sentir la fría pared tras mi espalda. Aproveche que nadie estuviera por ahí y me deslicé hasta quedar sentada en el suelo. Abracé mis rodillas.
No entendía qué pasaba conmigo el día de hoy. Simplemente me había despertado con la cabeza hecha un lío. Estaba la creciente preocupación por John, de verdad quería creerme mis palabras como se las había tragado él, pero por alguna razón ya no me sonaban tan reconfortantes. Al menos sabía con certeza que se encontraba fuera de peligro. A escondidas, me había asegurado de ello leyendo su historial médico.  
No quería admitirlo, pero la fuente de mis pensamientos, si me ponía a repasar los últimos días con una frialdad calculadora, era Paul. Paul y el maldito amor que sentía por él. Desde que Chio había dicho que sería un desperdicio si no acabáramos juntos, y que éramos perfectos el uno para el otro… no sé, las cosas se habían descontrolado demasiado. Ansiaba tanto tenerlo conmigo que dolía.
Pero nada lo suficientemente bueno acudía en mi ayuda. Ningún plan parecía funcionar. Y yo ni siquiera sabía cómo se sentía él respecto a mí. ¿Continuaría tan decepcionado de mí como antes? Esperaba de todo corazón que no. Prefería ser su amiga que perderlo para siempre.
En ese momento, intenté convencerme de que odiaba el amor. Detestaba la forma en la que me hacía sentir. Me irritaba la mayor parte del tiempo. Sólo quería ir, verlo a la cara otra vez. Sus profundos ojos verdes, su sonrisa, ¡su magnífico cabello!
Extrañaba demasiado su gentil y aniñada forma de ser. Aunque lo pintaran como el mujeriego rompecorazones, yo sabía que la realidad era otra. Y Paul se parecía bastante a un niño. Tenía los sentimientos más puros que yo hubiese visto jamás. Y me dolía pensar que fui dueña de ellos y en dos ocasiones lo eché a perder. A voluntad. 
Intenté ponerme en su lugar. Era desesperante imaginarme que había sufrido tanto como yo. Tal vez era cierto que no deberíamos estar juntos. Quizás… las cosas serían mejor de ese modo. Cabía la posibilidad de que fuésemos demasiado dañinos el uno para el otro.
Pero no podía evitar lo bien que me sentía cuando pensaba en nosotros juntos. ¿Cómo podría estar mal algo que te cambia el humor con sólo imaginártelo? ¿Cómo podía desistir del verdadero amor cuando lo había encontrado? Y eso que no me había llevado mucho tiempo… De hecho, habíamos pasado más días separados que juntos. Sin embargo, si miraba hacia atrás… podía distinguir una luz fuerte y brillante cuando él había estado a mi lado, y una profunda oscuridad cuando no.
Hundí mi cabeza en mis brazos, desando con todas mis fuerzas poner la mente en blanco antes de que me estallara. Un doctor pasó por ahí, y al verme, me preguntó cómo me encontraba. Al contestarle que estaba bien, me ordenó que siguiera con mi trabajo. Tenía razón, no estaría holgazaneando en el hospital. 
Me puse de pie lentamente y fui a buscar el carrito de la limpieza. Me pasé la próxima media hora quitando polvo de los estantes de unos cuartos vacíos, prontos a ocupar. George no había llegado aún. De todas formas, ya no estaba tan nerviosa, me sentía algo más calmada al haber dejado salir todos esos pensamientos que se arremolinaban en mi caja de Pandora.     

 Quince minutos antes de las diez, el mundo era un caos. Literalmente. No había lugar en el que no se hablara de John Lennon y su famosa recuperación. En las afueras del edificio, los fans se habías multiplicado por cientos. Ya habían ocurrido quince intentos de infiltración. Dos de ellos, chicas locas que fingían desmayos para que las dejasen entrar.
Me hallaba en la sala donde transcurriría el evento. Era un espacio circular muy grande. Candy y Raina estaban conmigo, dándome todo su apoyo. También la tía de John, y por supuesto, Chio, que estaba con él en ese preciso momento. George Martin también había acudido y acompañado por Brian y Bob, quien había entablado una amistad con John en estos últimos tiempos. Y por supuesto, los chicos de la banda. Excepto Paul. 
Ringo estaba radiante de felicidad, todo optimismo. Bob tenía su cara de póker, así que era muy difícil para mí descifrar lo que sentía. Y George… algo extraño pasaba con él. No había llegado antes como me había prometido. Curiosamente, había sido él último en aparecer, y su rostro estaba cubierto por una sombra de preocupación. ¿O consternación? No podría decirlo. Había intentado acercarme a preguntarle qué le sucedía, pero me había esquivado con un escueto: “lo siento, se me hizo muy tarde en el trayecto hacia aquí”. Pero decidí no darle demasiada importancia y achacarlo a lo que vendría con John.
La aguja larga del reloj de la pared tocó las doce. Las puertas de la habitación se abrieron de par en par y una Chio temblorosa apareció, empujando con ambas manos una silla de ruedas, donde el castaño de ojos brillantes iba sentado. Detrás de ellos, el doctor hizo acto de presencia.
Todos los ojos fueron directos a la cara de John. Cuando nuestras miradas se cruzaron asentí, y le sonreí. Entonces dejó escapar el aire que estaba conteniendo. Y lo supe. Tuve la certeza de que acabaría bien. De pronto tanta preparación y expectativa me pareció innecesaria. Estábamos convirtiendo lo que sería una simple caminata, en un hecho demasiado importante. Casi comparable a cuando el hombre pisó la luna. Incluso había un señor con una cámara para dejar filmado el mágico momento. Sentí pena por Johny. Debería e
star muriéndose de los nervios.
Chio tomó su mano e inmediatamente. Mimi, su madre, se acercó a ellos. La castaña pasó uno de los brazos de él por sus hombres y la mujer la imitó. El médico observaba todo con atención y ojos críticos. Los demás guardábamos el aliento. Poco a poco se incorporó y sus dos pies estuvieron apoyados en el suelo después de tanto tiempo. Movió sus deditos.
-¿Cómo te sientes? –consultó el doctor.
-Bien.–respondió John.
-¿Te duele algo? En especial los puntos donde se te han roto los huesos. 
-No por ahora.
-De acuerdo, chicas, quiero que lo suelten, de apoco. –indicó.
Se separaron un poco mientras él iba asentando sus piernas. Lo sujetaron del codo. Asintió y lo tomaron del antebrazo. Luego de las manos. El cuerpo del muchacho iba relajándose segundo a segundo. Dejaron sus manos junto a su cuerpo y por fin lo soltaron del todo. Ningún sonido se escuchó en ese momento. John miró la punta de los dedos de sus pies. Luego elevó la cabeza sonriente.
 -¡Estoy parado! –exclamó.
Entonces sí. Todos dejamos salir el aire y comenzamos a parlotear en voz alta, felicitándolo. Chio regresó a su lado y lo abrazó.
-¡Al fin vuelves a ser más alto que yo! – festejó. Él le devolvió el abrazo.
-Te amo. – le dijo.
-Yo también. – y los demás dejamos salir un fuerte y coordinado “aww” que la hizo sonrojarse. 
-Bueno, ahora intentaré caminar. –anunció el castaño.
El médico intentó impedírselo, pero él ya había dado un paso al frente. Se desestabilizó en cuanto separó sus pies.  El silencio volvió a cubrirnos. Chio lo tomó mas fuerte impidiendo que se cayera. Vi la mueca de horror que invadió su rostro por una fracción de segundo.
-No se preocupen.- nos calmó el de la bata blanca. – es perfectamente normal. Vuelve a sentarte. – le pidió. El chico obedeció instantáneamente. –Señoras y señores –continuó con tono solemne. – John Winston Lennon volverá a estar en perfectas condiciones en cuestión de unos pocos meses.
Prorrumpimos en aplausos. Vi que su tía dejaba salir unas lágrimas y que sus medio-hermanas se ponían a bailar en ronda. Bob silbó haciendo que yo soltara una carcajada.
-¡¿Podrá asistir a nuestra boda?! – gritó alguien por encima del bullicio.
Todos los ojos se posaron en el baterista en un instante. Sofi, que también se encontraba allí, lo miró con los suyos  muy abiertos.  El camarógrafo cambió de posición y enfocó a Ringo. Este se paró de su silla y dirigió sus pasos hasta donde se encontraba su chica. Metió la mano en el bolsillo delantero de sus pantalones y sacó una pequeña cajita forrada en satén negro y con un moño. Comenzó a juguetear con ella entre sus dedos. Luego la miró fijo a los ojos. Incluso estando lejos de ellos, casi podía escuchar cómo el corazón de ella bombeaba escandalosamente rápido.
-Sé que ya estamos casados, -comenzó Rich, con su característica forma de hablar- y tú sabes que te amo. En las Vegas te prometí que siempre estaríamos juntos, y aunque eso vale para nosotros de un modo especial, no estoy seguro de que cuente en Inglaterra. –tomó aire, no estaba segura de si eso había sido una broma traicionada por los nervios. No me decidía a cuál de los dos observar con mayor atención, estaba anonadada- Para que no haya dudas, y para que tengamos la boda especial que siempre quisiste…
-Ya tuve mi boda especial…- susurró Sofia. – especial porque fue contigo. Te amo, es lo más importante.
-Lo sé, y por eso soy el hombre más feliz del mundo. –aclaró, tomando su mano delicadamente. – De todas formas quiero hacer esto, no me importaría hacerlo miles de veces, en realidad. Fue le mejor momento de mi vida. Así que… -hincó una de sus rodillas al suelo y abrió la pequeña caja. Dentro reposaba un anillo de diamantes del tamaño de una cereza.–Sofia Gray, como eres mi otra mitad, la mejor persona que he conocido y también la más hermosa ¿Me harías el honor de casarte conmigo, otra vez? –suplicó. Para ese punto, los nervios se habían desvanecido de sus ojos, lo único que había allí era felicidad.
Juro que creí que mi amiga iba a desmayarse. Pero no lo hizo. Se mantuvo fuerte, se arrodilló junto a él y lo besó. Fue el beso más tierno que vi en mi vida.
-Claro. –respondió, finalmente. – No he querido algo tanto en toda mi vida. –Rich puso el anillo en su dedo anular, justo por encima del de las Vegas. Se abrazaron y volvieron a besarse.
-Wow ¡Que propuesta! ¡Esa sí que es una buena forma de quitarme la atención! –bromeó John, rompiendo cualquier rastro de romanticismo. Las risas inundaron el salón.-Los felicito, chicos, de veras. –ambos amigos se miraron, expresando su felicidad por el otro. -¿Alguien podría empujar esta maldita silla por mí? –Exigió, desesperándose- quiero darles un abrazo. -agregó, subiendo el tono más de lo normal.
Sonreí complacida. El mismo Lennon de siempre.

Capítulo 63


Angela. Londres.

El “pequeño” descuido de mis queridísimos amigos, Sofia y Ringo, llevaba setenta y dos horas dando vueltas por el mundo, sin ninguna clase de respiro. Simplemente viajando entre los diferentes medios de comunicación, la televisión, los diarios -de hecho fue la portada de este durante los tres días- e incluso anuncios por la calle ¡Todos lados! No existía persona sobre la faz de la Tierra que no supiera la noticia.
Y así como la variedad de gente que existe en el planeta, era grande la cantidad de opiniones diferentes sobre el asunto, aunque la mayoría no eran muy  bonitas que digamos. Es decir, ídolo adolecente (aunque Rich ya no fuera tan joven) casándose en las vegas precipitadamente. No pinta demasiado bien.
De hecho, la cosa era tan grave que hasta George Martin decidió tomar cartas en el asunto. Lo primero que había mandado a hacer, consistía en la vuelta inmediata del baterista a Londres. Sofi, por descontado, se había venido con él, e incluso su madre la acompañaba, quien se quedaría con mi papá y conmigo en nuestra casa. Yo no conocía a George Martin, los chicos decían que a nadie le gustaría tener su enfado a disposición, pero la mamá de Sofi… digamos que Hulk en sus peores momentos parecía un cachorrito tierno a su lado.
Así que el joven de ojos claros cargaba por esos días con dos de los peores enfados del mundo. Sin contar, por supuesto, con las miles de fans desilusionadas y enfadadas. Como el evento había transcurrido de la noche a la mañana, nadie había tenido tiempo de hacerse a la idea. Ni siquiera los nuevos esposos. ¡El compromiso tiene una razón de ser! Pero era imposible enojarse con ellos. ¡Se los veía tan verdaderamente felices! Seguían siendo la pareja más linda que hubiese conocido jamás. Y si te cruzabas con Richard Starkey, no parecía un muchacho abatido bajo el peso de las consecuencias de sus actos, sino que se encontraba fresco como una lechuga. Optimista, de buen humor, ¡El orgullo se le salía por los poros!
Creo que con eso había dejado demostrado el verdadero oro de los duendes; en vez de una olla llena de monedas al final del arcoíris, se trataba de su incapacidad de dejarse amedrentar. Sobretodo cuando se encontraba convencido de que obraba bien.
Sofi, por otro lado, estaba radiante y no me refiero a que el sol se reflejara por sus cabellos castaños con más intensidad de la acostumbrada. Era, literalmente, la mujer más feliz del mundo. Ya habíamos mantenido otra larga conversación sobre el asunto. Me confesó que Ringo se sentía un poco avergonzado de la manera en que había unido sus vidas para siempre. Ahora deseaba una boda de verdad, iglesia, vestido blanco y esmoquin. Sin embargo, al mismo tiempo lo tenía un poco aterrado. Por lo que, al ser tan contradictorios sus sentimientos, (como es lógico) todavía no habían dejado nada en concreto. Sofi me confesó, en uno de nuestros momentos hermana-hermana, que en su mente, ya tenía hasta ideado mi vestido de dama de honor.
Y hablando de mejores amigos… la cara que pusieron John y George al enterarse no tenía precio. Aunque si tengo que ser sincera, no los había visto en directo. En realidad, el joven se los había contado por telefono la misma tarde que Sofi a mí. Les habría dicho en persona, pero pensó que para cuando llegase a Londres, y se reunieran los tres, hace rato que lo sabrían.  
Y ya… lo sé. Lo inevitable es que les cuenta algo sobre Paul McCartney. ¿Verdad? Bueno, lo poco que sé del muchacho que aún continúa robándome los suspiros, es lo siguiente: se encuentra en algún lugar paradisíaco del sur de África, alejado del mundo con su tía Gloria. La única certeza es, que si se realiza una boda, él asistirá, pero no tiene planes de regresar todavía. El muy idiota.
¿A qué juego está jugando? ¿Por qué es tan necesario que me haga sufrir así? Para el día de la fecha… ya habían pasado casi cuatro meses desde el accidente. ¿Acaso no es suficiente para recapacitar? Yo había logrado un cambio muy importante en ese lapso de tiempo.
<< ¡Basta, Angela! ¡Deja de pensar en él!>> Me ordené a mi misma. En los últimos días no hacía otra cosa y creo que ya comenzaba a idealizarlo. Tampoco quería llevarme una desilusión cuando volviera a verlo, si es que lo hacía…

Las puertas del hospital se encontraban atestadas de gente. Por lo general, siempre había unos diez o quince fans velando por John, pero aquella vez se habían multiplicado  al menos once veces. Había guardias costeando las entradas y muchos camarógrafos y periodistas. El entorno me hacía recordar la nefasta noche del accidente, sólo que hoy era muy temprano en la mañana.
Greg, al ver el tumulto que se había congregado (y leyendo mis pensamientos) desvió el auto hacia la parte trasera del edificio, donde se hallaba la entrada del personal de servicio. Es decir, yo.
Me volteé en el asiento del acompañante para pasar mi mano y tocar la pierna de Candy, que, como de costumbre, se había quedado dormida en la parte trasera. Ella se incorporó sobresaltada y luego se desperezó al tiempo que soltaba un bostezo.
-Gracias por traernos, señor Young. – dijo.
-Es un placer, Candy. – respondió mi padre- y sabes que puedes llamarme Greg. – mi amiga se encogió de hombros.
-“Señor Young”  suena más sofisticado – comentó, y una sonrisa se extendió por su rostro- y sexy. – agregó. Luego de guiñarle un ojo por el espejo retrovisor, abandonó el coche.
Silencio incómodo;  mi padre rió y yo puse los ojos en blanco. Deposité un beso en su mejilla y seguí a la morena al exterior.
-Te quiero, cielo. – me recordó – que tengas un buen día, saluda a John de mi parte.
-Lo haré – prometí. – Yo también, papá.
Miré hacia arriba un momento y contemplé el firmamento, parecía como si fuese a salir el sol. Sonreí.
Ingresamos en el edificio, que continuaba tan blanco y pulcro como siempre. Nos dirigimos a los vestuarios a través de los largos pasillos atestados de doctores y pacientes, y llenos de puertas por todos lados. Buscamos nuestros uniformes y nos cambiamos.
Ese día Candy combinó sus pantalones rosa claro con unas sandalias romanas de cuero negro  y una cadena con un signo de la paz bien grande. La observé sin decidirme a regañarla o echarme a reír. Ella me devolvió una mirada pícara. Rodé mis ojos y salimos de nuevo.
El edificio, a pesar de ser las seis y media de la mañana, bullía de actividad. A veces me entristecía que existieran tantas personas con accidentes o enfermedades, pero no estaba en mis posibilidades cambiar el hecho.
Recorrí el mismo camino que todas las mañanas desde que había ingresado como voluntaria. Candy me deseó suerte y se separó de mí doblando en una esquina. Continué avanzando sola. El corazón comenzó a latir desbocado en mi pecho. Hoy sería un día muy, pero muy importante. Era el fin de la primera etapa. El término de sus sufrimientos. Todo lo que había trabajado, las horas pasadas postrado sin poderse levantar.
Hoy, John Winston Lennon, regresaría a su gloria.
Di dos golpes rápidos en la madera pintada de blanco. Los números dorados de su habitación brillaban débilmente delante de mí. Hasta mis oídos llegó un trémulo “adelante”. Parecía ahogado, como si no le saliese la voz.
Abrí la puerta apresuradamente, pero me quedé cerca de la entrada a percatarme de que se encontraba bien. La cortina de la ventana estaba corrida y el sol, que al fin había salido, entraba a raudales iluminándolo directamente. Sus cabellos soltaban algunos destellos y sus ojos se veían más brillantes que nunca. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, justo por arriba de las sábanas. Su respiración era agitada y tenía los ojos clavados en el televisor de adelante, colgado apagado en la pared.
-Buen día- dije utilizando el tono más agradable pero a la vez delicado de mi repertorio. Él giró la cabeza en dirección a mí y sonrió. Parecía muy cansado.
-Hola, Angie.
-¿Cómo te encuentras? –consulté acercándome despacio.
-Nervioso, ansioso y asustado al mismo tiempo. ¿Es posible? – reí ante su torbellino de emociones y me senté en la silla que estaba a su lado, puse una mano en su hombro. - ¿Qué es lo que te preocupa? – pregunté procurando sonar amable.
-Todo. – Respondió él, incapaz de tranquilizarse.- ¿Qué pasa si no lo logro? ¿Qué haré entonces? –soltó. En mi vida lo había visto tan repentinamente asustado. Al menos su aspecto físico volvía a parecer más o menos el de siempre. Incluso le habían quitado los yesos.
-Mira, John- comencé, obligándolo que no se perdiese ningún detalle de mi rostro- Esto va a salir bien. ¿Me oyes? – El castaño asintió lentamente- Te has tratado con los mejores doctores del mundo y has sido muy cuidadoso respecto a todo. No hay razón para que no funcione.
Me sostuvo la mirada un poco más y luego la desvió hacia el costado.
-¿Y si no recuerdo cómo caminar?
No pude evitar sonreír conmovida ante ese comentario. John me miró con una mueca de reproche. Me di cuenta de que iba en serio y también que le había costado mucho pronunciar esas palabras. Intenté serenarme.
-No creo que te cueste demasiado volver a caminar ¡Llevas veintidós años haciéndolo! – dije.–Pero si no recuerdas cómo, tienen profesionales que te enseñarán. ¿De acuerdo?
Él lanzó un suspiro y se pasó ambas manos por la cara.
-Sólo una cosa más- anunció. Fue mi turno de asentir.- ¿Qué pasa si ya no puedo aguantar la presión como antes? – Pronunció despacio- ¿Si… si tengo que abandonar la banda por mi salud?
Tomé una gran bocanada de aire y pasé mi mano de su hombro a una de las suyas, luego entrelacé nuestros dedos.
-Este plan de sanación, -le expliqué- tiene sólo un objetivo: tu mejoría total. Eres mucho más fuerte de lo que crees, John. – Agregué con cariño- Y lo sabes por el simple hecho de seguir vivo. No tienes de qué preocuparte mientras te ciñas al plan. –Remarqué- y, para cuando termines con las rehabilitaciones que tengas que hacer, podrás decidir: si todavía quieres The Beatles, así lo será.
Mi amigo me dirigió una mirada de rebosante afecto, que me hizo sonrojar y sonreír.
-Gracias, Angie. De verdad.
Guardamos silencio unos segundos, diciéndonos todo lo queríamos con los ojos.
-Estoy muy feliz de tenerte conmigo otra vez. –reconoció.
-Supongo que algo bueno salió de todo el embrollo de Miranda Kane- comenté, intentando sonar graciosa. No obstante, de repente, mi voz se quebró y las lágrimas afloraron a mis párpados. Sin poder evitarlo, me puse a llorar.
John me miró extrañado y me indicó que me recostara en el espacio libre que quedaba a su lado. Yo obedecí sin rechistar. Delicadamente comenzó a acariciar el dorso de mi mano, que seguía unida a la suya entre ambos, con su pulgar.
-¿Por qué estas triste? –preguntó suavemente. Yo no me podía creer que él tuviera que consolarme a mí precisamente hoy.  Pero su forma de hablar era tan dulce que ni siquiera me sentí obligada a responder. Me encogí de hombros.
-¿Es por Paul?- intentó. Me dediqué a buscar en mi interior el verdadero significado de mis lágrimas, pero no encontré ninguno.
-No lo sé. – dije entre tartamudeos y sollozos.
-Shh. Cálmate. ¿Si? Llorar es bueno. – me confortó, sin dejar de deslizar su pulgar en mi piel. –Tal vez sólo necesitas desahogarte. – sugirió. Yo me limité a asentir. –Últimamente sucedieron muchas cosas. –continuó hablando, su voz me resultaba tranquilizadora. – Primero lo de Paulie, todo lo que ello trajo consigo; el accidente; luego el cambio de vida… - su voz se apagó por un momento y me di cuenta de que ya no lloraba. - ¡Vaya! – dijo como si recién se diese cuenta de algo- ¡Sí que has pasado por un millón de cosas! ¿Cómo haces para ser tan fuerte? – solté una risa a regañadientes. No conocía a alguien más distraído que él. – Esa es la Angela que conozco y quiero. Siempre sonriente. – comentó.
No pude más que abrazarlo