Angela.
Lo primero que hice al traspasar la puerta, fue romper a llorar. No me importó que Ringo y George aún estuvieran por allí. Me bastó una mirada al lastimero estado de John y las lágrimas bajaron por mis mejillas como ríos. Me desplomé sobre el suelo y me quedé allí, arrodillada e impotente. Los hombros me temblaban, de repente odiaba mi estúpido cabello corto, porque no me servía de cortina, los dedos apretados en puños.
-Hola, Angie. –saludó mi mejor amigo. –Me alegro de verte. –dijo con tono suave.
Levanté la cabeza, mi rostro de seguro se encontraría más rojo que un tomate. Sentía la cara húmeda y algunas gotas se habían deslizado por mi cuello, causando un extraño cosquilleo.
-Yo-yo también, John. –Tartamudeé.
Mi garganta contenía un nudo del tamaño de mi corazón. Intenté sonreírle, porque, a pesar de que no lo veía bien desde el piso, sabía que él querría eso. Lo único que conseguí fue un estúpido puchero, que rápidamente se convirtió en una nueva tanda de llanto. Sentí que alguien se arrodillaba a mi lado y di vuelta para encontrarme a Richard. El muchacho me sonreía con compasión y mantenía abiertos sus brazos para que pudiese acurrucarme en ellos. De nuevo intenté elevar las comisuras de mis labios, y otra vez obtuve el mismo resultado. Un quejido se escuchó de mi garganta. Mientras más quería aguantármelo, más pugnaba por salir.
-Te ves linda cuando haces pucheros.- me consoló el baterista, contra mi oído. Me abrazó fuertemente y deslizó ambas manos por mi espalda, tratando de calmarme aunque fuera un poco. Un sonido estrangulado escapó de mí cuando me reí.
-Hey, imagina que son mis brazos. –escuché a John desde arriba. El comentario me llegó al corazón, y como todo lo que atinaba a hacer, el nudo subió por mi garganta y me obligó a derramar un poco más de llanto. ¿Es que no se terminaba nunca?
-También puedes pensar que son mis manos las que te dan apoyo. –aportó George. Por Dios, estos chicos de verdad deseaban mi deshidratación, acabaría exprimida si no hacía algo. Gracias al cielo, Ringo pareció darse cuenta.
-Lástima- comentó. –Soy yo el que está aquí sentado. Envídienme. –Agregó con un tono tan particular que los tres soltamos una carcajada, aunque la de George fue por lejos la más alta.
-Son increíbles. –dije apartándome un poco del joven de ojos claros, pero manteniendo uno de sus brazos sobre mi hombro.–De seguro oyeron todo lo que dije allá afuera, y obviamente conocen a Paul y cómo se encuentra él. Y sin embargo… aquí están, levantándome el humor, a mí.
-Tú siempre diciendo tonterías, Angie. –comentó John. – Ya, levántate y ven a saludar a tu pobre Johny.
Hice lo que me pedía, me acerqué a la cama y tomé una de sus manos, que descansaba sobre la sábana. Le acaricié los dedos, con ternura. Posé mi mirada en sus ojos, que seguían tan expresivos como de costumbre. Una lágrima solitaria rodó por mi mejilla y fue a parar sobre nuestras manos unidas. Inconscientemente pensé en Paul, cuando esa primera gota de lluvia había aterrizado en el mismo lugar.
-Esto es increíble. –susurró, gratamente asombrado.
-¿El qué? –pregunté. Por extraño que suene, el verlo tan lastimado y vendando por todas partes, no me causaba tanta impresión como siempre había imaginado. Una mirada entre nosotros me bastaba para saber que su cuerpo sanaría, me afirmaba que su alma continuaba igual de pura, igual de fuerte.
-Que estés aquí. –Respondió- soñé este día un millón de veces, pero jamás imaginé que llegaría tan pronto.-sus palabras me hicieron sonreír, completamente enternecida. Sentí que la puerta se cerraba a mis espaldas. Supuse que Ringo y George habrían salido para darnos algo de privacidad, aunque realmente no me molestaría si se hubieran quedado.
-¿No te enojaste? –Solté la incógnita me venía carcomiendo el cerebro hacía demasiado tiempo. Sus ojos se abrieron grandes, por la sorpresa. Negó despacio con la cabeza y las comisuras de sus labios comenzaron a elevarse, al tiempo que su risa se dejaba oír. No tan fuerte como antes, pero aún muy a lo Lennon.
-Estás demente, Angela mi Randi Kane Smith. –dijo, y mi boca copió su gesto.
Los dos reímos por un largo rato. Solo podía pensar en lo increíble que era este chico. Chio de verdad era una muchacha con suerte. Me senté a un costado de la cama, sin la más mínima intención de separar nuestros dedos.
-Y dime, -pidió- ¿Cuándo fue que te decidiste por la linda y bajo perfil, Angela?
-De hecho, fue cuando golpearon a Paul. ¿Recuerdas, ese fan loco, con la piedra? – el castaño asintió una vez.
-¿Cómo podría olvidarlo?
-Ni yo, John, ni yo. –me lamenté. Él apretó un poco mi mano, para darme su apoyo. – Solo… pensé que no me lo merecía, y que sería mejor para Paul, y más seguro, si yo simplemente… desaparecía.
-¿Para ti o para él? –consultó, de repente adoptando una expresión más seria. Lo pensé por un momento. Era más o menos lo que el mismo Paul me había preguntado.
-No lo sé. –reconocí. En ese momento, desvié la mirada, bastante avergonzada, a decir verdad. John no continuó hablando, y tampoco lo hice yo.
Le eché una ojeada a la habitación. Por todas partes había globos inflados con helio, flores y tarjetas. También algunos muñecos de felpa y galletas. Sobre una de las paredes habían colgado un gran cartel rosa chillón que decía con letras azules: “¡Recupérate Johnny, te amamos!” Sonreí con aquello. Me puse de pie y comencé a curiosear las cosas. Examinado más atentamente, me di cuenta que eran regalos de las fans. Muchos corazones, fotos de los chicos, otras de él con Chio, con su familia, en solitario, cantando, haciendo payasadas. También vi una vieja, que se encontraba conmigo, o bueno, Miranda.
Tragué saliva y continué observando. La habitación estaba atestada de estas cosas, no las había notado con la intensidad de mis sentimientos hasta el momento. Encontré una pancarta que decía: “¡Vuelve! ¡Los bromances no existirían sin ti, John! Y por debajo cinco fotos de mi amigo con cada uno de los integrantes; el nombre que formarían sus nombres mezclados haciendo de epígrafe. Obviamente, fue Jaul McLennon el que más capto mi atención. Cualquier cosa que tuviera que ver con Paul lo haría.
Encontré otras frases todavía más extrañas, cosas como: “Tu cambiaste a el significado de las palabras por siempre” o “Gracias por poner a Los Beatles en mi vida” (la cual estaba acompañada por una caricatura de los cuatro, acompañados por un pulpo; vaya uno a saber). Recordé entonces cuando yo solía tratar con beatlemaníacas. Lo increíblemente locas que estaban. A mi también me habían llegado este tipo oraciones, en cartas, más que nada.
-¿Johny?-lo llamé, pues me intrigaba eso del tal pulpo. Además, quería seguir conversando con él. No obtuve respuesta. -¿John? –volví a llamar. Me di la vuelta y me dirigí de nueva hacia su cama, para encontrármelo plácidamente dormido.
Me quedé observándolo unos segundos y luego, sigilosamente para no despertarlo, abandoné la habitación. El pasillo se encontraba vacío, lo cual me sorprendió bastante, ¿No debería estar su madre ahí, aunque sea? Me encogí de hombros y continué caminando, el hospital se hallaba extrañamente silencioso.
Intenté achacarlo a que seguro habrían elegido la zona más calmada para John, pero la verdad era que me daba un poco de pánico. No quería comenzar a imaginar qué podría pasarme estando sola en un lugar tan gigantesco como aquel, con sus techos, luces y paredes blancas. Pasé delante de un ventanal y me detuve unos segundos. El cielo estaba negro como el azabache y eran divisables algunas estrellas. Miré el reloj que llevaba en la muñeca y me asombró que fuera tan tarde; habían transcurrido dos horas completas desde que me despedí de Ray. Eran las diez de la noche.
Apuré el paso, de seguro mi amiga ya se habría ido, pero quería comprobarlo. Se me ocurrió pensar que gracias a ella le habían permitido que se alargara el horario de visitas. Llegué en menos tiempo del pensado al mostrador; por suerte, aquel era un lugar más concurrido y mi corazón logró calmarse un poco. Miré hacia el puesto de Raina, pero ella ya no estaba allí; de seguro habría vuelto a casa para esa hora, acepté, desilusionada.
Regresé sobre mis pasos, pensando en dónde dormiría. Papá me mataría por olvidar llamarlo, pero de seguro ya estaría como en el quinto sueño para esa hora. No quería molestarlo pidiéndole que me recogiera tan tarde…
De repente, sentí que mi estómago gruñía. Intenté recordar cuál había sido la última cosa sólida que había comido, pero solo me venían a la mente pequeños los sorbos que le había dado a mi té antes de que se me cayera. Resignada, emprendí la marcha hacia el comedor, todavía pensando en dónde mierda me iba a acostar.
El lugar estaba prácticamente vacío. De hecho, solo se encontraban las gentiles señoras que vendían los alimentos… y una chica. Se hallaba de espaldas a mí, tenía el cabello castaño claro, largo y lacio, era bastante menudita. Compré mis cosas y me le acerqué. Sin embargo, tres pasos antes de su mesa, desee nunca haberlo hecho. Por desgracia, me había visto. Deposité la cena y corrí la silla. Quedamos frente a frente. Sus ojos canela eran muy diferentes a los de Paul, pero la piel pálida era la misma. Intenté sonreír.
-Hola, Olivia.-la saludé.
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