Paul
Mi primer impulso fue romper en pedacitos aquel extraño papel que me había dado. No obstante, sus palabras exactas habían sido: “Por favor, quédate esto.” Esa sencilla frase había podido conmigo. Al parecer, y muy a mi pesar, seguía tan anclado a Angela, como el primer día que divisé a Miranda Kane. Entonces, lo guardé en el bolsillo de mi pantalón.
Solo pensar en todo lo que había pasado me parecía increíble. Primero que nada, me sentía el Rey de los idiotas ¡En serio! Con corona y cetro de oro. ¿Cómo pude estar tan ciego? Las pistas se habían repetido constantemente frente a mí, y no había sido capaz de distinguirlas. O tal vez, no había querido hacerlo.
Comprendía perfectamente –aunque algo inconsciente, quizás- que averiguar la verdad equivaldría un pasaje a la tierra de la pena y la angustia. La misma en la que me sumergió Miranda, para luego sacarme como Angela y volverme a hundir mucho más profundo. Sin embargo, no era dolor lo que recorría mis venas, se trataba de algo mucho más fuerte y peligroso: odio.
Jamás me había pasado algo así en toda mi vida. Tener semejante sentimiento hacia una persona. Posiblemente, el día que se encontraron los restos del avión, cuando el odio había sido para mí (incluso sin tener verdadera culpa) la única excepción. Supongo que yo era de esas personas sumisas, de las que se cuestiona a si misma antes que al resto.
Pero ahora era diferente, tenía bien en claro quién era la responsable de mi nuevo estado de ánimo (triste y melancólico, pero más que eso, dolido y traicionado). Miranda. Angela. ¡Ni siquiera sé cómo llamarla!
Pateé una piedra de la calle para descargar parte de mi furia. Continuaba deambulando por las aceras de Londres sin rumbo fijo, bajo la lluvia torrencial. Los pensamientos afloraban a mi mente, y me sentía incapaz de detenerlos. Por lo tanto, los dejé correr.
El día en que Chio me lo había dicho, no quería escucharlo. La traté horrible por si quiera especular algo así. Los primeros meses sin Miranda, todavía abrigaba cierta esperanza de que volviera, que regresara a mí. Pero no lo hizo, y cada día era peor. Hasta que John y yo hicimos un pacto: juramos recordarnos que estaba muerta siempre que el otro tuviera alguna esperanza. Y he de reconocer que él debió hacerse cargo de mí incontables veces más. Por ello reaccioné así con Chio cuando sugirió que seguía viva, que eran la misma persona. Estaba acostumbrado a no hacerme ilusiones.
Tal vez, esa fuera otra de las causas de mi ceguera. Las personas que la conocíamos mejor, fuimos las que más tardemos en darnos cuenta. Y ahora que lo mencionaba… John la había reconocido en el mismísimo segundo en el que sus miradas se encontraron. ¿Sabría él todo el rollo de Miranda/Angela?
Recordé el día en el auto, cuando casi chocamos por solo oír la mención de su nombre; recordé que se conocían desde pequeños; recordé que sus abuelas eran amigas… La respuesta llegó sola: claro que él lo sabía y, de seguro, también Sofia.
En una vislumbrada del cielo, se me ocurrió invertir papeles con mi ex –auch- chica, y lo mismo con Johny y Chio. Mi mejor amiga jamás le hubiera contado a nadie, igual que el castaño y Sofi no habían dicho nada.
De todas formas, existía una gran diferencia, y era que él no sabía que ella seguía viva. Decidí que me encontraba demasiado cansado como para enojarme con alguien más. Igualmente, los secretos de la novia de Richard, no eran de mi incumbencia.
Levanté un poco la vista, y a pesar del esfuerzo realizado-porque continuaba lloviendo-, noté que me hallaba a unas pocas cuadras de la casa de George. El único de mis amigos que ni siquiera conocía la existencia de una Angela.
De todas formas, supuse que tendría sus propias ideas, pues era de las personas más intuitivas que conozco; pero también daba por sentado que no preguntaría nada, a menos que yo le diera pie para ello.
Terminé encaminando mis pasos hacia su departamento. Necesitaba distraerme de mis problemas. Tal vez un partido de videojuegos o algo así.
Veinte minutos más tarde, me encontraba chorreando agua sobre el felpudo de la entrada. Me distraje pensando en la influencia femenina de la que mi amigo era víctima. Entre Debbie y Mary, su hogar era prácticamente un arreglo floral. Lo único que destacaba algo de su presencia por allí, era una habitación –cuya puerta permanecía cerrada- repleta de comida chatarra, una repisa llena hasta el tope con diferentes video juegos y por supuesto- tratándose de él- sus adoradas guitarras.
El castaño me abrió la puerta sonriente, y comenzó a reír al verme más mojado que perro callejero en plena época de lluvia. Lo noté más despeinado de lo usual y con la ropa bastante desacomodada.
Ingresé al interior como si fuera mi propia casa, y me la encontré sentada en el sillón. Al principio me costó algo reconocerla, pero su cabello me lo confirmó. Marianne Johnson se hallaba muy instalada en el sofá, con una camiseta de George, un pantalón corto y deshilachado de Jean (de esos que pueden verse los bolsillos sobre salir) y unas converse negras en los pies. No traía maquillaje. “Así que por esto te encontré tan desalineado y sonriente, travieso Harrison”.
-¿Te estornudó un elefante, McCartney? –preguntó mordaz, lo que en idioma Johnson significaba: “¡Hola! ¿Cómo estás?”; o eso creo.
-De hecho, existe una cosa llamada lluvia. Es transparente y cae del cielo. Suele mojar a las personas si no llevan paraguas. –respondí.
La muchacha se incorporó, se acercó a mí, y poniéndose de puntitas me dio un beso en la mejilla. De repente se me ocurrió pensar que Miranda continuaba muerta a sus ojos.
Negué una vez para quitármelo de la cabeza. Ella me miró algo confusa pero pareció achacarlo a alguna especie de tick, puesto que no hizo preguntas.
-¿Y qué te trae a mi humilde morada, Paulie? –preguntó George, quien acababa de cerrar la puerta.
-¿No puedo venir a visitarte sin alguna razón? –contraataqué a mi vez. Él me dirigió una mirada demostrativa, ambos sabíamos que no vendría a visitarlo solo porque sí. Posé rápidamente mis ojos en Mary, indicándole que no tenía ganas de hablar frente a ella.
-Claro, amigo. –respondió después.
-¿Una partida? –consulté.
-Antes cámbiate de ropa. –me sugirió.
Una vez hecho lo que me pedía, nos fuimos al sillón. Todos los integrantes de la banda teníamos kilos y kilos de prendas por promocionar, asique no hubo problema con ello. Dejamos a Mary en el medio y tomamos los controles, la pantalla frente a nosotros. Me concentré en matar naves y ovnis al cien por ciento. La chica nos alentaba a medida que uno le ganaba al otro. No era una fan muy fiel que digamos. Al menos logré desconectarme de mi cabeza por un rato.
Pero las imágenes y los pensamientos terminaron volviendo a mí. Simplemente era imposible librarme. Cerré los ojos en un gesto de exasperación. Dejé el control en la mesa y me puse de pie.
-¡Hey! ¿A dónde vas? –preguntó Mary, sorprendida de que detuviera el juego cuando estaba ganando.
George se levantó y me alcanzó en la puerta.
-¿Estás bien? –inquirió, preocupado.
-No. –respondí sincero.- pero ya se me pasará, solo quiero dar otro paseo.
-Está lloviendo…
-No me importa, de verdad. –repliqué.
-Está bien, pero llámame cuando llegues. –exigió. Puse los ojos en blanco.
-Seguro. –confirmé. -¡Adiós Mary! –le saludé. Ella me devolvió el gesto con la mano, todavía confundida. –Nos vemos, George. –dije, y dándome la vuelta volví a salir.
El agua brillaba cada vez que el faro de un auto la iluminaba. Hacía poco había parado de llover, y recién ahora comenzaba a sentir el frío calándome los huesos. Miré mis nudillos, estaban blancos de tanto apretar las barandillas. Sí, me encontraba sentado en la costanera del río Támesis, observando sus aguas arremolinarse furiosas varios metros debajo de mí. No sabía con certeza cómo o hace cuánto que estaba allí, pero no le di importancia. Me gustaba ver mis pies colgando del vacío (por así decirlo). Cualquiera que pasara pensaría que estaba a punto de saltar.
No había dejado de pensar en Angela. En todas las veces que había tenido la verdad frente a mí. Como la primera vez que nos besamos; había sido justo después de que mencionara a Miranda, y ella había dicho que me había extrañado. Más tarde cuando me suplicó que no le contara a John, o incluso aquel día en el taxi. Yo había atribuido su silencio a la timidez, pero de seguro ella me había reconocido.
Levanté la vista para mirar los autos pasar. Me había situado justo a uno de los lados del acceso al puente, el sonido del tráfico volvía todo mucho más remoto. Fijé los ojos en la calle de la costanera, a mis espaldas, la que pasaba junto a dónde estaba yo. Un auto venía a lo lejos y a medida que se acercaba, me sonaba más familiar. Solté una de mis manos para utilizarla a modo de visor… ¿John?
Un camión venía por su derecha, (del lado del conductor aquí en Londres) queriendo abordar el puente. Comencé a asustarme cuando noté que mi amigo no disminuía la velocidad. A su izquierda iba sentada una muchacha, Chio, supuse.
Entonces la mano que me hacía de soporte se aflojó, entumecida por el frío y la humedad. Perdí el equilibrio por un instante. El auto aumentó su velocidad, dispuesto a cruzar la calle. <<No seas idiota, John>> rogué para mis adentros incapaz de hacer nada.
El camionero hizo sonar su claxon como loco. Escuché el chirrido de los frenos, también la derrapada a causa del asfalto mojado. Mi cuerpo resbaló por la barandilla y solo atiné a sujetarme con ambas manos otra vez. Colgaba de cara al rió, como una especie de bandera humana, cuando escuché el impacto. Mi corazón se encogió.
Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Lo único que me mantenía consciente era el tironeo de los músculos de mis brazos, que soportaban el peso de mi cuerpo. Solté una de mis manos, y sacando fuerza de quien sabe donde, me giré para quedar de cara a la barandilla y volverla a tomar. Me icé con gran esfuerzo hasta conseguir pasar una pierna. A partir de ahí todo fue más fácil.
Finalmente me apoyé en el suelo. Levanté la vista; no debería haberlo echo. Al instante me entraron ganas de vomitar.
El auto de John yacía varios metros hacia atrás, con la parte del conductor abollada igual que cuando arrugas lo que has escrito en un papel, pero no te gusta y terminas botándolo. Mi desesperación fue en aumento cuando no vi que nadie saliera del auto. Cerré los ojos, esto no podía ser verdad.